miércoles, 26 de diciembre de 2012

Rituales, tiempo y espiral

   Más allá de cualquier consideración religiosa, supersticiosa o astrológica hay alguna razón que hace de los días finales del año la época más ritualizada de nuestras vidas. Proliferan reuniones, celebraciones, mensajes. Hay, también, alguna obligación a la alegría, el perdón, el desahogo, la generosidad, el dispendio. Se convierten en trending. Y no nos engañemos. Que esto pase no es por Jesús, el Papa, los reyes, el solsticio o El Corte Inglés. Algo de eso hay, evidentemente, pero la tradición absorbe cualquier nuevo elemento que se presente, hasta las uvas de fuera de temporada. 
   Sea como sea, en ningún momento del año tanta gente se dedica exactamente a hacer el mismo tipo de cosas. Y celebran ¿el qué? Lo primero que se supone objeto de una celebración así es que uno está en ella, allí, con el resto. Y no es poco. En el fondo cualquier fiesta tiene un significado parecido, no es más que una especie de aviso o de llamada al infinito: "¡Eh, que estoy (o estamos) aquí todavía!".
   De todo el ritual que rodea los últimos días de diciembre se desprende la idea de que se cierra un círculo y lo que pasó no importa. Que el agobio de las preocupaciones debe suspenderse porque es pasado. Que aún se conserva lo esencialmente importante: la familia, los amigos, los compañeros, los conocidos, el vínculo con el pueblo o el barrio donde uno se crió. Que vendrá algo nuevo que no será seguramente demasiado distinto pero en lo que se puede confiar. Una cursilada, vamos. Ñoñerías. 
   Pero de alguna manera estas sensaciones no resultan tan falsas como pudieran parecer. Es cierto que se finge para quedar bien, para no romper con las formas o mantener relaciones o contentar a terceros o por puro interés. Sin embargo, el ritual exige un esfuerzo por sentirse verdaderamente así: un poco en paz con el pasado, un tanto condescendiente, simpático y biempensante por obligación. Porque, al fin y al cabo (del año, del ciclo), ha de demostrarse que algo valió y/o valdrá la pena.
   Cierto instinto animal de conservación debe andar detrás de este comportamiento. La repetición nos salva, como al resto de bichos a los que tanto nos parecemos. Si concibiéramos el tiempo (y la vida) como una simple línea recta todo se haría más difícil. No habría regresos ni vueltas. Solo una huida hacia adelante que a cada paso supondría renunciar a todo lo anterior.
   Volver, sin embargo, da una gran seguridad. Perdidos en un mundo gigantesco cuyo tiempo es inconmensurable, la vuelta (del frío o del calor, de la oscuridad o de la luz, de la nieve o la lluvia, de los pájaros; la vuelta a cierto lugar, a estar con alguien) es un asidero irrenunciable. La repetición del ritual nos proporciona un sitio, un punto en el ciclo, que, más que un círculo, resulta una espiral. Pasamos prácticamente por lo mismo, pero un año después. Somos prácticamente los mismos, pero algo ha cambiado. Y, según la perspectiva que se nos ofrece desde aquí, somos capaces de percibirlo. Siempre desde el siguiente giro.
   De otro modo, si el tiempo fuera el trazo de una flecha, el pasado carecería de importancia, no habría referencias ni razones. Así que los rituales repetidos resultan imprescindibles. Quizá sea una esclavitud necesaria para elaborar un mapa reconocible de la vida y, solo entonces, creer que se comprende algo. Aunque sea frágil, tanto como un globo con cristales dentro, que, lo sabemos, va a estallar más tarde o más temprano.
   Y cuando a alguien le ocurre suena así:


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