jueves, 25 de abril de 2013

El jornalero en la plaza

   No hace falta redundar en datos. Nadie consigue trabajo, otros aún lo están perdiendo y, lo que es peor, es casi imposible que ni unos ni otros trabajen (al menos legalmente) en mucho tiempo. 
   El resultado es más que trágico y visible. Probablemente a España (o Hespaña o Expaña, como prefieran) le esperan más de 10 años con un paro superior al 20%. Incluso más. Pongamos hasta el 2025, cuando ninguno de los que hayan estado tanto tiempo en paro tenga posibilidad de acceder a una pensión digna cuando envejezca porque: a) no cotizará nunca lo suficiente; b) no pudo ahorrar para un plan de pensiones. Da vértigo.
   Así que solo quiero recordar, para aquellos que crean que las soluciones aún están en cambios menores, reformas varias, leyes nuevas o ministerios audaces, que el problema es otro.
   Que la actividad más importante de una vida humana tenga que ser un trabajo remunerado es un axioma falso, delirante, pero inseparable de nuestro sistema socio-económico. El solo concepto del trabajo pagado como mercancía aterra, sobre todo de tan asumido.
   Aun aceptando este disparate, el trabajo nunca será igual entre la clase asalariada y la propietaria, llámenlos proletariado y burguesía o como quieran. Sus diferencias se perpetúan en el tiempo pues solo la clase que dirige tiene propiamente capacidad de decisión y siempre legislará en su propio beneficio.
   Y, por último, el "sistema de libre empresa" (aka capitalismo) necesita que haya paro. Desde los tiempos más remotos los patrones o sus capataces debían elegir a quién contratar y si había muchos dispuestos a trabajar y pocos jornales, pagarían menos, ergo los beneficios aumentarían.
   Es verdad que durante unos años se intentó controlar el paro para que el gasto en ayudas sociales no perjudicase a su vez a los propietarios. Pero ya no pasará. Saben que es imposible reducirlo sin cambiar el negocio y a eso se van a negar siempre. Para ahorrar en el control del paro solo hay otra opción: suprimir los gastos que una vez, hace mucho tiempo, hicieron pensar a quienes trabajaban que no estaban completamente a merced del dedo que los señalaba en la plaza, al amanecer, para ir al campo. El dedo que, sin saber por qué, unas pocas veces los escogía.

   Se imponen, pues, poemas de urgencia:

El jornalero espera
en la plaza como tú
ante las pantallas del
ordenador o el teléfono
que el mismo dedo
arbitrario lo salve
momentáneamente
de la indecencia
para mayor gloria
de los dueños 
del tinglado.

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