martes, 31 de diciembre de 2013

El fantasma de la realidad

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   Si os preguntara cuál es el relato clásico más adaptado y difundido sobre las fiestas navideñas no creo que ninguno tuviera dudas: el Cuento de Navidad, de Dickens. Lo hemos visto en multitud de series y películas, en versión Disney, con los teleñecos, en dibujos animados... Hasta hay quien lo ha leído. Incluso se pudo escuchar el otro día, interpretada, por la radio:



   Lo normal es que de tanto repetirla una historia nos resulte banal. Y, por qué no decirlo, ñoña. ¿O no es la suma ñoñería esta conversión del malo malísimo al buenismo en una sola noche de visiones? Porque Scrooge es egoísta, tacaño, orgulloso, soberbio, cascarrabias... y, para colmo, rico. ¿Será entonces Cuento de Navidad una fábula sobre cómo humanizar el capitalismo? Desde luego que no, pero ahí lo dejo por si hay alguien con ganas de escribir tesis doctorales. No cabe duda, eso sí, de que Scrooge es la encarnación del capitalista malo, mientras que su difunto socio Marley, el responsable de todas las visiones, el que intercede por él como doña Inés por don Juan Tenorio, sería el bueno. Toda una parábola moralista: haz el bien y la gente será buena contigo; si eres malo, es porque alguien, en el pasado, se portó mal contigo; pero, tranquilo, que todo puede corregirse si te avisan a tiempo, como a don Juan.
   Y ¿de dónde proviene esa gran lección moral? Pues, agárrate, de un fantasma. Visto así, queda claro que,  para Dickens y otros muchos autores, la toma de conciencia moral de un individuo no es tanto un ejercicio filosófico ni una teología barata a lo don Juan sino una especie de arrebato caritativo y humanístico. El ejercicio de la caridad es generado, desde luego, por un sentimiento de culpa. Y es esa culpa la que empieza a sentir Scrooge tras las apariciones. Vamos, que antes era malo por no sentir compasión ni empatía por los desgraciados, pues siempre pensó que se merecían lo que tenían.
   Los fantasmas no muestran las injusticias de un mundo diseñado por la desigualdad social sino (de ahí el apoteósico final) cómo un buen comportamiento basado en la generosidad y la amabilidad puede acabar con la culpa y salvar moralmente al descarriado. Valiente tostón si no fuera porque, como relato, funciona admirablemente más allá de la sensiblería.

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   Pero no es solo cosa de Dickens. Pensemos en El mandarín, de Eça de Queirós, donde una estatuilla hace inmensamente rico a de forma instantánea a un pobre hombre (pero maldiciéndolo como la pata de mono de Jacobs o la botella de Stevenson). Por no hablar del doctor Jekyll, Ahab o la esfinge de los hielos. O el señor viejo con barba que se le aparece a Luisito Cadalso en Miau, de Galdós, que resulta ser, de algún modo, el mismo dios.  En cualquiera de estos relatos algún mecanismo mágico o fantástico condiciona la narración.
   Y ¿por qué esa necesidad de recurrir a los fantasmas para que salven a los vivos? ¿Por qué, para qué salvarse o convertirse? ¿No habíamos estudiado que la segunda parte del s. XIX se caracteriza por el progreso científico y tecnológico, por el empirismo, positivismo, etc.? Y sin embargo es la época más esotérica de la literatura hasta la invasión de los extraterrestres en los 50. Y la más moralista al mismo tiempo (pensad en La Regenta, en Madame Bovary, en Crimen y castigo...). La mayor parte de los relatos analizan el comportamiento moral de los personajes y sus tribulaciones conforman la propia estructura del texto. Y, curiosamente, en muchos casos, en las novelas más que en ningún otro, su paradigma aún sigue vigente y ha sido desarrollado hasta la saciedad. ¿O no es evidente la similitud de Cuento de Navidad con el otro relato estrella de las fiestas navideñas: ¡Qué bello es vivir!? La misma intervención angélica o fantasmal salva a un protagonista condenado. La misma simbología. La misma apoteosis final que da a entender que todo puede funcionar, que ganan los buenos, que no se equivocó dios cuando "vio que todo era bueno".
   Pero ¿ese comportamiento moral no puede razonarse a partir de los acontecimientos, los hechos, la simple realidad que los rodea sin la necesidad de intervenciones divinas, fantasmales o satánicas? En el fondo va a resultar que los realistas eran unos románticos. Menuda paradoja. Iban a sesiones de espiritismo, escribían sobre fantasmas, visiones o alucinaciones. Y luego pretendían representar la realidad tal cual. Algunos, incluso, apelando a un método científico. Como para fiarse.

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   Aunque quizá haya una razón para ello. Por muy mal que pueda sonar esto: tal vez las explicaciones racionales, técnicas o científicas no signifiquen nada o se queden cortas, como después propusieron los simbolistas. Si aún existe el discurso artístico debe ser porque hay significados que el lenguaje científico no puede transmitir. Nadie entendería, de forma racional, que Scrooge cambiara radicalmente de la noche al día. Pero su historia dice mucho.
   Puede, entonces, que los realistas no fueran tan románticos. Quizá se dieron cuenta de que simplificar la realidad era la única forma de representarla, de que, ni en la ciencia ni en el arte se puede llegar a comprenderlo todo. Por lo tanto en ciertas historias los fantasmas y otros trucos debían servir perfectamente.
   Y sí, tal vez fuimos los lectores los que nos equivocamos desde el principio porque no pensamos que en ese "imagen de la vida es la novela" del discurso de Galdós estaban, al mismo tiempo, la necesidad de acercarse a lo real y el reconocimiento de la imposibilidad de reproducirlo.
   Al final va a resultar que a veces necesitamos un fantasma para entender la historia. Un fantasma que acalle la lista interminable de porqués que, si uno pretende razonar, se volvería loco; que desmienta a la lógica; que provoque al azar (el de la lotería, por ejemplo); que mueva lo inerme; que cuestione lo imposible. Porque mira que somos poca cosa...

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