lunes, 31 de marzo de 2014

Cromos, balones y descampados

   Este martes vi Deprisa, deprisa, de Carlos Saura, y me topé con un mundo de recuerdos lejanos, que no eran exactamente míos pero sí muy familiares. Más allá de la trama de atracos, amistad y persecuciones rememoré bajo su pretexto aquel mundo que en los 80 no tenía nada de la impostura de cualquier plano de Cuéntame
   Desde luego, mi barrio no era un suburbio de Madrid, ese Villaverde en el que vivían los actores y los personajes en bloques chatos de ladrillo visto, entre cuadras, vías de tren, dialectos del sur y calles de albero. Pero también había cuadras en San Isidro, escombreras en la ribera del Esgueva, casas ínfimas y pobres, las de "las viudas", vías que se cruzaban por cualquier sitio y enormes descampados en el barrio Belén, las Delicias, la Rondilla, Girón..., hasta enfrente de mi colegio. Reconocí sin verlo buena parte de ese Valladolid sin apenas aceras que anduve de arriba a abajo, sobre todo con mi madre, mientras la acompañaba a clase, a la compra o a visitar a una ahijada que vivía allá, al final de la entonces carretera de Segovia.
   Sin pretenderlo, todo aquello también estaba en la película, a la vez que la música, la ropa, los teléfonos, los coches, los bares..., detalles que no importan, pero imprescindibles para que un mundo ficticio se haga plausible. Un mundo en el que no hay más que una conmovedora historia de amor, amistad y juventud.


   Algo parecido me ocurrió al leer Fuera de juego, de Miguel Ángel Ortiz. Como en Deprisa, se mezclan en ella dos principios que me parecen clave en cualquier historia: atrapar lo concreto, rastrear lo universal
   No hay que entender esto de un modo ingenuo y anticuado: no es que las historias partan de lo primero para llegar a lo segundo o viceversa, más bien pienso que no hay ninguna que no intente hacer ambas cosas a la vez y que su éxito o, dicho de otra manera, su capacidad de emocionar, conmover, entretener o hasta divertir, depende exactamente de la manera en que lo haga. Y no importa que el relato sea lo que se entiende por realista, fantástico, histórico o pura ciencia-ficción. Ahí están Cortázar o Philip K. Dick para demostrarlo.
   Creo que la literatura que merece la pena leer funciona así y Fuera de juego es un muy buen ejemplo. Es una historia modesta, terriblemente sencilla: un grupo de cuatro chavales pasa un puente en su pueblo; es primavera del 95 y andan preocupados por desafiar a los del pueblo de al lado a un partido de fútbol, escabullirse de la catequesis, hacerse unas camisetas o recuperar el balón caído tras el muro del taller de Catino. Nada más. Y, a la vez, más que suficiente.
   Koldo ayuda a su padre en el bar, es impulsivo y sueña ser delantero de verdad. A Fichu le gusta Noelia, que es parte del grupo y vecina, pero no se atreve a reconocerlo. Salva es goloso y juega bastante mal. Tiene grabados los episodios de Campeones; los ve una y otra vez; se los sabe. Silvia, la hermana de Noelia, sale con Gorka, el delantero del equipo juvenil del pueblo, que, como los chavales, tiene un partido importantísimo. Se meten mano a escondidas. Noelia juega con los chicos y como los chicos, en realidad es más valiente que ellos. Hay padres y madres que faltan, se fueron o trabajan lejos. Como también falta un amigo para siempre.
   No son vidas fáciles, pero no se trata de nada truculento; son vidas a medio hacer en un mundo que también estaba a medias, entre las canicas y la tele, el descampado y la autopista, la pizarra y la lavadora. Son críos y, lo reconozco, las novelas con niños protagonistas no suelen gustarme porque el punto de vista de un adulto los convierte en pelmazos, ñoños, santos o repipis. Pero como Huckleberry, el Mochuelo, Ponyboy o Julius, estos chicos sí son creíbles. Piensan y sienten como chicos, como todos hemos pensado o sentido alguna vez. Guardando besos imposibles. Lamentando derrotas y celebrando victorias, todas insignificantes. Olvidando amigos.
   Además, una infancia así, tan cercana en el tiempo y en el espacio, no es tanto la de todos como la de uno mismo. También lo reconozco: me emocioné jugando con ellos, comiendo un bocata o mirando a la calle, un poco aburridos. En el fondo sé que su mundo fue el mío y esa coincidencia estimula, pero aterra.
   Por supuesto, los protagonistas hablan, también, como chicos. No hay tópicos ni alardes. Una de las mayores virtudes de este relato es reconocerse en esas voces, que apenas dicen nada, o eso parece: 
Frente al portal, el hombre recogió las bolsas que les quedaban y las cargó en el maletero. Les vieron montarse en el Mercedes, arrancar y salir de la plazoleta.
-Se van los vasquetis -dijo Fichu.
-Se acaba el puente -dijo Salva.
Noelia suspiró.
-Tanto esperarlo, y ya se acaba.
Estuvieron callados un rato, como si el coche que se había marchado fuera un coche fúnebre que, en vez de maletas, llevase almas. Hasta que Koldo dijo:
-Voy a mear. (pág. 310)

Bien hecho, Miguel Ángel. Creo que esta es la verdadera sensibilidad.




   Publicada por Caballo de Troya.

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