martes, 11 de febrero de 2014

Cuestión de vallas

A los amigos del Grupo de Migración de Lavapiés
 


   Esta imagen terrible es el último episodio de una interminable novela con pasajes más famosos. Piensa en Berlín, en Israel, Corea... Quizá aún no te atrevas a reconocer que tu simpático país dispone de elementos similares para cribar a primera sangre el grano bueno. Eso es una valla, un muro o los puestos de control de pasaportes de un aeropuerto: cribas. Pasas si tienes cierta cantidad de dinero en efectivo o si tienes un pasaporte X (argelino con pasaporte de Argelia, no; argelino con pasaporte francés, sí) o si juegas excepcionalmente bien, sobre todo al fútbol. Si no, olvídate.
   Lo que los medios han llamado "asalto" a la valla de Ceuta ha resultado una gran desgracia, un horrible asesinato. No hace falta redundar en lo que habéis oído: cientos de africanos que malviven en los montes cercanos a la frontera intentan aprovechar la oportunidad que da ser un gran número para cruzar la valla. Son perseguidos por dos ejércitos: el español y el marroquí. Son peligrosos, porque si pasan y no los cogen seguirán malviviendo aquí. Con la salvedad de que quizá puedan mejorar algo la vida de sus familias. Y como son peligrosos les disparan. A veces de los dos lados, porque no pertenecen a ninguno. Y, claro, pasa esto:




   No es nada que no haya ocurrido antes, aunque quizás te haya extrañado esta vez escuchar que a la Guardia Civil la han pillado haciendo cosas que no debería o, más bien, de las que no deberíamos enterarnos. Se supone que si alguien entra ilegalmente en territorio español las autoridades deben hacerse cargo de él y, en tal caso, repatriarlo a su país de origen. Pero los funcionarios armados españoles se dedican día tras día a incumplir la ley. Los devuelven a Marruecos. Al monte del que vinieron. Esconden la ley al más débil para que no pueda servirse de una mínima ayuda. La única fuerza moral a la que puede recurrir un cuerpo de seguridad, trabajo indigno donde los haya, es cumplir la ley. Y ni siquiera de eso es capaz la Guardia Civil o la policía, como comprobamos frecuentemente.
   Otro episodio, menos violento fisicamente, se sumó a esta lista el domingo: Suiza aprobó, con un 50,3 % del voto de un 56,5% de participación (risas), limitar la entrada de inmigrantes. Suiza, un país con un 22% de residentes extranjeros que, por supuesto, en estas cosas no pueden votar. El resto de la UE, que no hace sino cribar a sus propios inmigrantes, no quieren que Suiza haga lo mismo con ellos. Un aplauso para semejante ejercicio de inmoralidad.
   Y un pensamiento sobre todo esto. Aquel que haya emigrado de cualquier forma: para conocer, estudiar o trabajar, o que conozca gente que lo haya hecho (o sea, todos), no puede sentirse ajeno a esta operación sumamente cínica. La Europa pretenciosa, llena a su vez de millones de emigrantes, y que envió, sobre todo a América, otros tantos millones en siglos pasados, solo quiere a los ricos, digo a los buenos.
   ¿Que por qué cínica? Cualquiera que haya cruzado alguna vez esa absurda invención humana que se llama frontera lo entenderá: lo que hay a ambos lados de una valla es exactamente lo mismo. Estas solo sirven para dividir el aire y segregar por dinero. Porque los sofisticados radares y los muros altísimos ya no defienden la tierra, sino el dinero. Se construyen para que nadie nos quite el dinero que circula de este lado, no se le ocurra a alguno compartirlo. Aunque hay quien se lo curra y puede hacer salir un montón de dinero para evadir impuestos, pero ese movimiento se da siempre en la otra dirección (muchas veces hacia Suiza, para cerrar el círculo paradójico).
   Cuando uno viaja se encuentra con paradojas inexplicables que se mantienen gracias a esas vallas y una de las capitales es la monetaria. Vivimos en un mundo sustentado en el principio tan sencillo de que lo que cada uno hace no vale lo mismo a un lado y otro del muro. Tampoco lo que compra ni lo que tiene. Si eres lo suficientemente frívolo pensarás en lo ventajoso que puede resultar gastar tu dinero en un país en el que las mismas cosas cuestan mucho menos que en el tuyo y te cabrearás cuando suceda al revés.
   Por mucho cariño que se tenga al lugar donde uno nació o vive, nada, absolutamente nada en nuestra vida debería estar condicionado por él. Yo, al menos, nunca me permitiré el lujo de pensar que el suelo de mi casa me pertenecerá para siempre, que nadie más que los míos tienen derecho a plantar patatas en mi municipio o a tocar música en las calles del barrio en el que me crié.
   Varias canciones de Jorge Drexler tratan de una identidad cultural que es a la vez heredada, transformada, aprendida y cambiante. No somos de ninguna parte, nada nos pertenece realmente: "el mismo suelo que piso seguirá; yo me habré ido". Son, por ejemplo, Frontera o De amor y casualidad, pero prefiero la Milonga del moro judío, que parte de un estribillo de Chicho Sánchez Ferlosio.
   Contra todo el que se tenga por estúpido patriota. 

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