viernes, 22 de agosto de 2014

Las vacaciones del escritor

   (O la novela que querría haber escrito)

   ¿Qué se puede sacar en claro de unas vacaciones? La mayoría de las veces se hacen tantos planes para ellas que al final resultarían decepcionantes si no las recordáramos con cierta condescendencia. Supongo que lo mismo se puede decir del pasado de cada uno, aunque quizá sea mejor dejar esto para más adelante. 
   La verdad es que las vacaciones acaban consistiendo principalmente en unas cuantas celebraciones de la amistad, unos pocos días de viaje estimulante y/o regreso melancólico al origen, un par de buenos conciertos y algunos ratos sumamente agradables dedicados a nada en concreto. Siempre y cuando se sepa contener la posible ansiedad que generarían todos esos planes que quedarán irremediablemente en suspenso, como, por otra parte, suele suceder el resto del año: montones de páginas por leer o escribir, típicas tareas domésticas aplazadas indefinidamente de fin de semana en fin de semana, lugares por visitar o gente con la que nunca quedas.
   Así que para conjurar un poco los demonios de la materia pendiente, me he decidido a escribir un poco de mi libro de estas vacaciones. Porque siempre aparece ese libro que las salva de alguna manera y compensa tantos recados sin hacer, tanto dolce far niente. Así llevo desde los 14 o los 15 años, aunque, todo sea dicho, en aquella época leía bastante más. Los de mi generación sabemos desde Verano azul y Grease que cada verano hay un descubrimiento y que es obligatorio sentirse un poquito adolescente para poder volver a empezar el curso contándolo.
   Pues bien, ahí voy.

   Por alguna casualidad he encadenado algunas lecturas (sin contar las de trabajo, claro) que transcurren en vacaciones. Ya hablé en la entrada anterior de Fuera de juego, de Miguel Ángel Ortiz, que transcurre durante "el puente", y ahora ando en el Ferragosto de Tristano muere, pero mi libro del verano es Alabanza, de Alberto Olmos. Ahora me toca explicar por qué.
   Si leer te ha gustado lo suficiente sabrás a qué me refiero cuando das en el momento perfecto con el libro perfecto, cuando te das cuenta de que precisamente esa estúpida ficción refiere con exactitud las emociones y pensamientos que te andan rondando, lo que convierte esa lectura en algo fundamental, importantísimo. Lógicamente, este sentimiento es bastante propio de la adolescencia y no suele mantenerse más que unas semanas, meses o, en casos de fanatismo, algunos años. Con el tiempo uno se hace menos entusiasta y deja de identificarse con una obra con tanta facilidad y le pone pegas a todo. En eso consiste la madurez, supongo. Por eso me sentí extrañado mientras leía Alabanza y la encontraba cada vez más hecha para mí, por decirlo de alguna manera.
  Hay en este sentimiento, seguro, algo generacional pero que hasta ahora no me había ocurrido con autores contemporáneos y obras recién publicadas. Será porque ahora mi edad se equipara a la de los "jóvenes" escritores y no a la de los deportistas de élite. El caso es que encontré en Alabanza la representación exacta de lo que había pensado o querido decir. Incluso aunque tengo reticencias a las historias con un escritor de protagonista y, a priori, la trama no me interesaba. Al grano.

   La historia es la de un joven escritor y su pareja que se van a un pueblo medio abandonado durante los dos meses de verano para que aquel recupere, de algún modo, la inspiración, pues hace dos años que su best-seller acabó con la Literatura Entendida Como Tal. Estamos en 2019 y no hay nada futurista salvo este concepto: ya no existe el campo literario, "ya nadie ganaba nunca, ya nadie era tan famoso o tan prestigioso; ya nadie tenía algo que decir que mereciera la pena escucharse. Todo era ruido; todo era origen" (pág. 78). 
   Sebastian, sin embargo, tiene la bonita idea de volver a cultivarse en el arte de enlazar palabras y cree que tiene un magistral libro de cuentos por escribir como hacía cuando pensaba que la literatura valía algo. La primera parte de la novela, "Broma", alterna el punto de vista de Claudia y Sebastian. Ella anda medio aburrida explorando ese pueblo minúsculo cuyo significado desconoce y él, absorbido a partes iguales por los pensamientos sobre su propia situación como escritor (he aquí la parte metaliteraria, crítica y paródica, con reseñistas, agentes y editores supuestamente geniales) y la representación de la historia de los cuentos que nunca escribirá. Cuentos que intentan averiguar el origen o el sentido del amor desde un punto de vista desapasionado, que no llevan a nada durante días. Hasta que...
   La segunda parte está constituida por el paseo que Sebastian da por el pueblo en plan Walser. En él 
prefiere ir encontrándose con su pasado según camina, que las imágenes, frases y las canciones afloren a su sabor, democráticamente, sin jerarquías dramáticas ni encadenados narrativamente impecables; no lineal, discontinuo, como un collage, un montaje; así es su paseo (pág. 210). 
   Quizá pueda parecer tópico este carrusel de recuerdos de la infancia y la adolescencia, pero a mí me ha resultado especialmente delicioso (repito, seguro que influido por la coincidencia generacional y otras circunstancias personales). Aun así no es solo lo que aparenta: la narración, a retazos y alternando el tiempo de Sebastian y el de Miguel (su pasado), acaba llegando al meollo del asunto, al recuerdo del momento en que cambió una vida.
   Así que ese pueblo no era uno cualquiera... Solo que para entenderlo todo, para volver a la vida de Claudia, también hace falta saber quién fue Sebastian antes de ella, así que decide escribírselo. Tal vez ese verano vaya a ser para él aquel en el que lo descubre. Tal vez es que los escritores solo piensan las cosas cuando las están escribiendo. En la tercera parte se mezcla este otro relato, definitivo y personal, de Sabastian, con la narración de los siguientes días de Claudia y él en pueblo, más bien anodinos si no fuera por lo que como lector uno ya sabe mientras la pobre Claudia debe esperar. Vuelve también el episodio del escritor que llega a serlo por fin y lo es contra toda la parafernalia estúpida del mundillo.
   
   Ahora que lo escribo parece poca cosa, pero qué va. Podría hacer unos cuantos elogios e inconvenientes "alabanzas" de las que tiempo después me podría arrepentir, pero esto no viene a ser más que una recomendación, así que para ir resumiendo me quedaré con lo que, sinceramente, me ha emocionado e impresionado:
  • Un tratamiento del significado de la literatura tan profundo como desencantado.
  • Una sensibilidad exquisita que convierte en pasado y presente de los personajes todo lo que podrían ser simples episodios y pensamientos convencionales.
  • La revelación de una clave envuelta en nimiedades; la tensión creada por esas nimiedades aunque parezca inconcebible.
  • La sensación de haber sabido dar forma a lo vivido por uno mismo, se llame identidad o no, de haberlo hecho literatura, arte, por poco que eso sea para tanta gente.
  • La gran habilidad necesaria para contar varias cosas a la vez o una sola cosa de varias maneras, esa extraña habilidad de la escritura que ya no vale nada.

   Me habría encantado escribir algo así, de verdad, porque con los años noto que los recuerdos están más  presentes de lo que creía y no sería malo contarlos. Menos mal que alguien ha sabido hacerlo.

   Perdonad, pero tengo mucho que hacer antes de que acaben las vacaciones.

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