viernes, 13 de febrero de 2015

Travajar / Vibir

Cuántas horas gratis de mis 17, 18, 19 años;domingos y feriados y Semanas Santas, trabajando a full, regalando horas en pos de un progreso de empleado, en pos de un crecimiento empresarial que nosotros nunca veíamos. [...] Yo siempre dije a todo que sí, sí, qué me costaba quedarme tres o cuatro horas gratis después de horario y ver qué pasaba. Había que quedarse, era el auge comercial, todo el país consumía sin parar como un monstruo comilón de porquerías hasta que obeso, empachado, explotó manchándonos con su mierda nuestras vidas. ¡Ya les dije, qué iba a hacer! Estábamos todos en la misma.

Washington Cucurto, Las aventuras del Sr. Maíz
 
 
1

   Demasiadas veces nos dejamos llevar por ideas preconcebidas. Usamos en nuestra vida cotidiana un enorme bagaje de conceptos generalmente aceptados, asimilados o impuestos porque resulta imposible pararse a pensarlo todo con detenimiento y porque nos han enseñado así nuestras familias, amigos, compañeros, profesores y, por supuesto, las instituciones sociales y los medios de comunicación. Uno no suele pararse a pensar de qué habla en realidad cuando se refiere al sexo, el dinero, la maldad, el arte, dios... O el trabajo. Y mucho menos ahora que la filosofía está siendo apartada de la educación. Simplemente aplicamos los parámetros adquiridos y a otra cosa.
   Afortunadamente, el significado virtuoso de la palabra especular (no el mezquino) es un sinónimo de filosofar. Así que hagamos el esfuerzo y practiquémoslo.
   ¿Qué es el trabajo? ¿Es bueno? ¿Qué significan tantas horas cubriendo un puesto en determinada empresa? ¿En qué consiste un salario? ¿Es justa la remuneración? ¿Es deseable?  ¿Y la jubilación? ¿Y el paro?

2

   Salta a la vista que las personas nos ocupamos en muchas cosas. Realizamos multitud de actividades (no necesariamente físicas) que consideramos necesarias y otras que, de alguna manera, no. Esta diferencia podría servir para separar los trabajos del ocio.
   En principio todo esto no supone un problema, a no ser que haya ciertas actividades que uno no sepa, pueda o quiera realizar. Entonces hay que organizarse. Y, claro, ha habido muchas formas diferentes de llevar a cabo este propósito. Pero ¿qué ocurre con los trabajos en una sociedad mercantilizada? ¿Qué pasa en realidad cuando uno cobra por lo que hace? ¿Cómo se mide ese dinero?
   No quiero restringirme aquí, como veis, a una definición puramente económica, sino intentar destacar cómo esta ha invadido su dimensión antropológica. Dicho de otra manera, resulta que solemos entender el trabajo como un empleo. Y como el empleo es una necesidad acuciante (salvo para los rentistas), suele seguirse el refrán haciendo de la necesidad, virtud. Así que acaba por sublimarse la idea de que tener un empleo no solo es bueno, sino lo mejor que te puede pasar y lo único a lo que debes aspirar. Al menos, hasta que tengas la edad suficiente (si es que llegas). Y seamos sinceros: la inmensa mayoría de los empleos no satisfacen a los empleados, ni, por supuesto, les hacen felices (si alguien quiere un bonito ejemplo literario aquí tiene los Poemas de la oficina, de Benedetti).
   La paradoja es curiosa, pero terrible. En el sistema capitalista, que necesita del desempleo para contener los salarios por aquello de la oferta y la demanda de la fuerza del trabajo, el empleo acaba resultando casi un privilegio y, en ocasiones, una condena. Se puede entender que en las circunstancias actuales cualquiera que cobre pongamos el doble del salario mínimo sería un privilegiado. Se puede considerar que el trabajo en una fábrica textil asiática es un callejón sin salida muy similar a lo que le ocurría a cualquier obrero europeo hace cien años, un trabajo de esos que no puedes dejar porque te proporciona el dinero justo para el inmediato futuro que solo podrás vivir si sigues dejándote la piel para que otros ganen y tú te quedes como estás. Sí, lo habéis pillado, las dos son estrategias para sostener el sistema y maximizar beneficios: que unos vean que los hay que aún están peor y que otros cubran el puesto por mera supervivencia, no vaya a ser que se les ocurra que el reparto no es justo.
   Lo mismo podría decirse de la jubilación, que en el discurso económico predominante se considera un lujo, un privilegio e incluso una especie de capitulación, un signo de vagancia y debilidad. Como si jubilarse, que ya etimológicamente significa liberación, supusiera dejar de hacer cosas mucho más gratificantes. O como si fuera deseable estar empleado toda la vida. Supongo que quienes razonan así no se habrán pasado un par de décadas reponiendo baldas de supermercados.
   Y todo esto, para colmo, décadas después de que las Naciones Unidas aprobaran que el trabajo (es de suponer que se refieren al empleo) es ¡un derecho! Eso sí que es darle la vuelta completa al calcetín. Visto así, casi que los empleos miserables son deseables porque están garantizándote un derecho. Tócate los pies.


3

   Después de un par de siglos de implantación paulatina de este sistema la sociedad ha asumido de forma bastante sorprendente estos principios: cada persona debe tener una profesión; conseguir un empleo es indispensable para obtener dinero; el trabajo de uno es una contribución necesaria para la sociedad; hay que elegir los estudios en función de las salidas laborales; el trabajo produce beneficios; los puestos se distribuyen según el mérito (y los sueldos); el trabajo se mide, se cuantifica, se factura (en horas, jornales) y un largo etcétera. De ahí su éxito.
   Sin embargo, hay multitud de situaciones que los contradicen, incluso en un mundo como este, comercializado hasta la saciedad. No todo acaba con el ánimo de lucro. Pensemos en tantas tareas que se hacen en casa, en el tiempo que se pasa con los familiares, los conocidos o los vecinos, en cómo se les cuida o educa, en la mayor parte de la ciencia, el arte, la artesanía y los deportes.
   ¿Qué hacemos con todos esos no-empleos? ¿Y con los que son moralmente cuestionables (por basarse en el uso de la violencia, por ejemplo)? ¿Y los trabajos ilegales? ¿Y con los puestos cubiertos por quien no debería trabajar (niños, ancianos...)?
   A demasiada gente se le llena la boca con preceptos como la flexibilidad laboral, la movilidad, la alta cualificación, el éxito profesional, la cultura del esfuerzo, el reconocimiento social, la especialización... Pero en todo esto no hay ninguna preocupación por la forma de vida de las personas, sino por la economía. La dignidad, la decencia o la felicidad quedan fuera de estos planteamientos. ¡Ay, la explotación, esa vieja palabra olvidada!

y 4

  Esa dicotomía absurda de "trabajar para vivir o vivir para trabajar" queda francamente en evidencia si consideramos las actividades humanas fuera del intercambio comercial. Pensar que cada persona se define por su empleo (aunque lo odie) es una reducción malintencionada. Creer que ese empleo es la única forma de vivir dignamente, una aberración.
   Para quien tenga estómago suficiente recomiendo ver unos minutos del programa más visto de los miércoles. En él unos empresarios siempre virtuosos controlan con cámaras el trabajo de unos empleados que acaban llorando bien porque su jefe acaba recompensándolos, bien porque los acaba despidiendo. Se me hace difícil imaginar una situación más denigrante ni un mayor ejemplo de banalización.
   Pero la costumbre no embellece ni sostiene la flagrante injusticia del reparto de salarios, de beneficios o de poder. Solo la disimula.
   Para no caer en ella, pensemos: en cómo, cuánto, por qué, para qué y para quién trabajamos. Y, por supuesto, en cómo esto afecta al resto de nuestra vida. No son preguntas cómodas. Nunca lo fueron, pero evitarlas solo ayuda a quien pretende controlarnos.
   Está claro. Ya lo dijo Albert Pla: hay que organizarse.

Dumpinnicaragua

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