jueves, 30 de abril de 2015

Una falsa libertad

   Hace tiempo que la literatura se ha convertido en un arte menor. Su lugar a la cabeza de los cambios culturales y estéticos duró algo más de un siglo, pero esta no es su época. 
   Esto no significa que haya que rebelarse, manifestarse o reivindicar nada. No hay ninguna razón moral para suponer alguna preponderancia de la literatura, más allá de su utilidad para perfeccionar la lectura, que eso siempre puede resultar beneficioso. Será mejor emplear los esfuerzos en otras luchas más materiales y urgentes: la igualdad, los derechos. Dejemos de lado la farándula de las ferias y las conmemoraciones, puro marketing primaveral.
   No obstante, algunos no podemos evitar utilizar la literatura como ventana al mundo. Cajón, ventana, arena se titulaba un poemario que desde hace años solo existe en este disco duro. Por algo sería. Y probablemente sea alguna razón adolescente la que aún me empuja a verlo todo a partir de lo que leo.
   No es capricho. Si lo sigo haciendo es porque realmente suelo encontrar en la literatura las interpretaciones más interesantes sobre los sentimientos, las relaciones, la vida, la historia. Creo que la mejor literatura sintetiza decenas de ensayos y estudios. Una visión un tanto ingenua, tal vez, y anticuada. Pero que de vez en cuando toma forma, por ejemplo, en las entradas de este blog.
   Por supuesto, no quiero decir que esta sea ni la mejor ni la única manera de hacerlo. Ni que una estética, llamémosla realismo, por ejemplo, resulte más necesaria que otras. No estoy hablando de una manera sistemática e ideal de representar el mundo a través de las palabras, sino de la discutible pero inevitable voluntad de buscar en las palabras que alguien escribió hace más o menos tiempo los restos de su experiencia, su pensamiento. Traspuestos, eso sí, en personajes, en otros, en metáforas..., lo que a mi parecer es lo que los hace más valiosos.
   En este sentido, como lector, uno de mis autores favoritos es Joseph Roth. Hay toda una estética y una época en sus novelas. Son un escaparate del cinismo y la decadencia, un testimonio de cómo puede derrumbarse un mundo sin que nadie le preste atención. Son las primeras décadas del siglo XX, entre las dos guerras mundiales.
   Prácticamente cada una de sus novelas muestra a un personaje desencantado, perdido, apátrida, tomando conciencia de cómo funciona la sociedad. Y los mecanismos asustan, pues todo lo mueve la hipocresía, los enchufes, la estafa, el egoísmo y, por supuesto, el dinero, que condiciona cada vida narrada en ellas. En sus páginas se deshacen clases, estados y fronteras en medio del caos. Y de entre las ruinas, alguien que intenta sobrevivir con una mínima dignidad, tan precaria como el futuro.
   Algo así ocurre en La marcha Radetzky, El peso falso o en Hotel Savoy, pero también en Confesión de un asesino y La leyenda del santo bebedor. Izquierda y derecha (1929) no es una de las mejores, pero comparte algunas de sus virtudes. El protagonista es, en este caso, un tipo mezquino y antipático, caprichoso y chaquetero, que después de unos años felizmente despreocupados ve cómo se hunde el negocio bancario familiar. Su actitud, bastante reprobable, se ve recompensada porque la casualidad y Nikolai Brandeis lo salvan de acabar mendigando.
   Nunca hay que despreciar al azar como motor de una trama ni suponer que un personaje solo tiene una vida. El propio Brandeis concibe la suya propia como una sucesión de varios personajes. El que ayuda a Paul Bernheim, el protagonista, es, de momento, el penúltimo de esa lista. Al campesino, al soldado, al desertor... les sucedió un comerciante de mucho éxito que, sin embargo, cree que no tiene ningún mérito, que se da cuenta de que el capital es un juego con poco sentido. Así que partirá de nuevo hacia otra vida provisional.
   Justo antes del final de la historia, tras una descripción del anochecer en un Berlín que parece sacado de un cuadro de Grosz, Brandeis piensa:

Todas estas personas creían ser libres. Apenas conocían al hombre que llevaba a sus mesas el pan y la margarina, la excelente mantequilla o un sucedáneo. Caminaban muy erguidos y estaban aterrados ante la idea de ser despedidos; se manifestaban los domingos y escondían fotos pornográficas para que no las vieran sus esposas; educaban a sus hijos con mano dura y temblaban cuando veían peligrar un aumento salarial; discutían los artículos de fondo y se descubrían ante su jefe.
No conocían a Nikolai Brandeis, el organizador, el creador de una nueva clase media y el protector de la antigua, que hacía rebaja a sus nuevas organizaciones y se había hecho rico vendiendo sus productos a bajo precio. Brandeis vestía y alimentaba a la gente, les concedía préstamos con los que comprar lindas casitas en la periferia de las ciudades, les proporcionaba las macetas y los canarios cantando en sus jaulas y, sobre todo, la libertad: una libertad que duraba doce horas bien medidas.
   Duro, ¿verdad? El empresario que sabe que aprovecha la credulidad y la ignorancia del resto; los empleados que se contentan con las migajas de la especulación. Hace más de ochenta años, sí, pero ¿ha cambiado algo realmente? Cuidado con el cuento de la clase media, no sea que al final resulte un viejo invento; no sea que el low cost ya estuviera allí. Antes. Incluso, ¿alguien ha pensado si el low cost no fue siempre la única expresión popular del capitalismo? Cuidado, porque Brandeis no se fiaría ni de sí mismo.

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