viernes, 12 de junio de 2015

El último libro

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   El último libro de Rodrigo Fresán es el último libro. No el más reciente, sino el último libro posible. No es que se haya retirado ni es una obra póstuma. No es que sea producto de la vejez, la enfermedad o la desesperación (por lo que sé Fresán sigue viviendo con normalidad en Barcelona y va a cumplir 52). Parece, simplemente, que ya no queda más. Al terminar de leerlo viene esa sensación: ya está; se acabó.
   No sé si recuerdan, pero eso también ocurría, de cierta manera, con Alabanza, de Alberto Olmos, en la que se anticipaba el final de la Literatura Entendida Como Tal. Así que el tema no es baladí. O, al menos, me parece una coincidencia significativa. En ambas novelas el protagonista es un escritor que ya no escribe, agotado artísticamente y ahogado por la parafernalia del mundo editorial (la industria, más bien) y el campo literario. Algo apocalíptico, desde luego. ¿Real? Ya veremos.
   Si bien en la novela de Olmos el relato contiene una trama mucho más reconocible, con pocos pero algunos determinantes sucesos de la vida de ese escritor (Sebastian) y su pareja, se suma otro elemento en común muy interesante: el pasado, los recuerdos, todo aquello que ha hecho de cada uno lo que ahora puede reconocerse. Se observa en ambos, pues, una especie de determinación: uno escribe por algo, porque algo lo ha convertido en escritor más allá de la definición sociológica del término. Es decir, un escritor es alguien que escribe porque se ve encaminado a ello.
   Parece un concepto de vocación romántica, ¿verdad? Pues un poco sí, pero no tanto. Es romántico en cuanto que no es razonable ni se valora en términos profesionales, económicos, intelectuales o morales. Pero hasta aquí. Porque tampoco es una misión. Estos personajes no son escritores porque crean que deben serlo, porque piensen que hay una necesidad social o una capacidad de intervención sobre el mundo. Son conscientes de que esa función de la literatura hoy en día resulta nostálgica. Pero escriben. En buena parte para explicarse a sí mismos. Y, además, por alguna extraña razón otros (nosotros) lo siguen leyendo.

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   Pero la solución literaria a planteamientos tan semejantes en autores de estilo, formación, edad y circunstancias tan diferentes es, lógicamente, muy distinta. La de Olmos ya fue comentada en una entrada anterior. La de Fresán, como suele ocurrir con el resto de su obra, ni siquiera es una novela al uso. 
   La parte inventada es un libro escrito, como Mantra o La velocidad de las cosas, por acumulación y no por descarte. Uno de los rasgos más característicos de la narrativa de Fresán es precisamente la  construcción de un libro a partir de materiales dispersos que, sin embargo, van reconociéndose como partes de algo que es más una idea que una historia. ¿Cómo lo hace? Repitiendo motivos, trazando autorreferencias y alusiones, fundando lugares (como Canciones Tristes) u objetos insólitos, elevando la anécdota a dimensiones míticas (una nevada, una playa, una piscina, una noche que duran decenas de páginas, que se convierten en El Relato). Todos ellos elementos que, a través de digresiones, conforman más un mapa sentimental que geográfico o temporal. Fresán da cuenta de estados, no de argumentos (y mucho menos de procesos históricos). Su estética se parece a la de las interminables canciones de Dylan que cierran algunos de sus discos (Desolation Row, Sad-Eyed Lady of the Lowlands, Highlands...), más cercanas a la construcción de un símbolo que a la narración.




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   El relato, como en las obras citadas, es mínimo y, además, aparece desmenuzado (deconstruido sería el término más cool) en cada una de los cinco capítulos de la parte central, más uno introductorio ("El personaje real") y otro final ("La persona imaginaria"). Aunque empieza por el principio, claro. Y el principio es la anécdota de El Niño, que casi se ahoga en la playa mientras sus padres discuten sobre el nombre de la que será su hermana en la arena. Pero no se ahoga. Y El Niño que se convertirá en El Escritor desde entonces es distinto y hará algo distinto, porque:
El Niño se ríe, pero no con risa sino haciendo un ruido raro, fuerte. La risa única y nueva [...] con la que se ríe alguien que ha ido y regresado desde muy lejos. [...] La risa de quien ha vuelto de la muerte y ha vivido para contarlo, para pasarlo en limpio y, entonces, alterarlo, mejorarlo, añadiéndole la parte inventada. La parte inventada que no es, nunca, la parte mentirosa, sino lo que realmente convierte algo que apenas sucedió en algo como debió haber sucedido. Algo [...] mucho más auténtico y valioso y puro que la simple y vulgar y a menudo tan poco ocurrente y desprolija verdad. (pág. 52) 
   Y todo el libro arranca de aquí, de esta sensación de que la ficción y la vida están realmente intrincadas y que un escritor, al menos un tipo de escritor como los personajes de Fresán y Olmos,  no puede obviar esta circunstancia, sino que, de hecho, gran parte de lo que invente partirá de ahí. Y esta nueva definición de inventar en el párrafo citado es absolutamente pertinente para ello.

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   Y después del niño, del personaje real, la parte central del libro empieza con un capítulo en el que un joven periodista aspirante a escritor (El Chico) va a la casa de El Escritor, que ha desaparecido, enviado por el editor de las obras de este para aprovechar el morbo mediático de la situación rodando un documental y acompañado de la sobrina del mismo editor (La Chica), que es fan incondicional de aquel. Resulta que, por fin, después de un tiempo sin historias, "el Escritor se ha convertido en, sí, una buena historia". Así que andan compilando información sobre él, por lo que una buena parte del capítulo consiste en el compendio de sus declaraciones en entrevistas: sobre escribir, escritores y referencias (la música de A Day in the Life de The Beatles, 2001, Vonnegut, Dylan y, por supuesto, Tender Is the Night, de F. S. Fitzgerald).
   Hay tiempo y espacio (en el libro siempre lo hay) para incluir la historia delirante de La Hermana Loca de El Escritor, Penélope. La historia de cómo se casó con un miembro de una absurda familia rica, los Karma, y cómo convivió con ellos mientras su marido estaba en coma.
   Y después aparece el hombre solo, protagonista del siguiente capítulo, un escritor en la sala de urgencias de un hospital pensando en las historias que aún no escribió mientras le angustia la posibilidad de que todo se estropee, de que ya esté mal. Y muera. Y todo acabe.
   Y un largo capítulo más sobre la relación entre los Murphy (Sara y Gerald) y la novela de Fitzgerald Suave es la noche. Los Murphy descubriendo que la parte de su historia inventada en la novela era más hermosa y explicaba mejor su vida que la realidad, una realidad, la de Fitzgerald también, y la de su mujer, y la de su hija, mucho menos brillante y tierna. Tal vez sea esta digresión el ejemplo menos autorreferencial del tema clave de todos los relatos: de qué es capaz la ficción, en qué consiste, para qué sirve. No es un ejemplo bonito precisamente. Si la obra es lo único que se salva, alguien debería preocuparse.
   En el siguiente capítulo toma protagonismo un antiguo novio de Penélope, Tom Vader, hombre separado y con un hijo, Fin, al que ve de vez en cuando pero con el que comparte dos de los motivos hipnóticos del relato: Pink Floyd y las series de ciencia-ficción relevan a Fitzgerald.
   Y en el siguiente serán The Kinks y volverá El Chico, pero esta vez con Tantor, un amigo suyo, en un relato puramente repetitivo, un ensayo de variantes de situación narrativa que comienzan por "mientras tanto, otra vez, bajo las escalinatas del museo..." Aquí la historia se hace cúmulo de tentativas que lo único que llegan finalmente a contar es cómo El Chico conoció a El Escritor.

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   Pero hasta un relato desmesurado necesita un cierre, sí, un cierre más que un final, pues los pocos rastros de una trama que el lector va encontrando apenas dibujan un mapa congruente de personajes y relaciones.
   Y al final vuelve El Escritor. Pero antes de haber desaparecido. Cuando quiso desaparecer desintegrado en el colisionador de partículas del CERN después de intervenir en uno más de los aburridos debates sobre libro digital o de papel en una aburrida feria del libro europea a la que solo le invitan por un limitado prestigio. El de quien ya no vende apenas libros y al que ya no se le ocurre nada. Un tipo de prestigio que nos suena, ¿verdad?
   Estallar en el CERN habría sido un final tan sci-fi...
   Y, claro, El Escritor, durante su viaje en avión y su estancia en la feria, va recordando todo lo que piensa sobre la literatura. Y ve que, como él, también se está agotando. Que ya no tiene sentido "su cada vez más desgraciada vocación" porque "ahora, también, para ser escritor había que cantar y bailar y actuar". Que "el animal lector ha alcanzado su cenit evolutivo y rebota ahora contra la cúpula de su perfección y límite y marcha atrás, hacia una suerte de involución disfrazada de mutación high-tech". Esto es, que las nuevas tecnologías están cambiando el ritmo y la soledad necesarios para leer y acabando con "la forma en que se ocurren las ideas". Que poseer miles de títulos digitales en un dispositivo o compartirlo todo instantáneamente como si fuera trascendente no es más que banalizarlo. Y lo banal no es nada. Que se ve obligado últimamente a "distraer el miedo que cada vez asustaba menos de pensar que tal vez no haya más que poner por escrito, que todo fue puesto, y que lo siente mucho si no fue suficiente". En otras palabras, que después de este libro no venga ninguno más.
   Un verdadero apocalipsis.
   En el que hace falta, también, un antagonista, un trepa, un antiguo admirador convertido en figura de enorme éxito, componedor de best-sellers, que, en esa misma feria, le revela la clave de la supervivencia del escritor a partir de una táctica sencilla: hacer que el lector se sienta inteligente. Y, para ello, todo lo que hace El Escritor no sirve porque "la gente se pone nerviosa si cuando lee descubre que escribir es difícil".
   Entonces, ¿para qué insistir? Y El Escritor encuentra el principio en las primeras palabras que un niño escribe al volver de la playa en la que casi se ahoga.

En la lectura, de André Kertesz

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   Fin del círculo: el final es el principio y viceversa. Porque, se comprende:
Las situaciones más trascendentes ocurren en el pasado pero recién suceden en el futuro, cuando somos verdaderamente conscientes de su importancia, influencia y peso sobre todo lo que vino y vendrá. (pág. 49)
   Y, además:
Toda ficción es finalmente y en principio autobiográfica porque le sucede al escritor, porque es parte de su vida real. (pág. 473)
   Y, claro, ¿cómo no pensar en las partes del propio Rodrigo Fresán repartidas en el niño que va a la playa con sus padres, se pone a escribir, aprende a contar mientras trabaja en un periódico, conoce a sus maestros, publica unos primeros libros muy bien recibidos, continúa buscando y rehaciendo historias, llega a los cincuenta, siente la necesidad de transmitir sus fetiches a su hijo para sobrevivir de alguna manera, va a urgencias al hospital y no se le ocurre nada que escribir salvo este libro en el que, a partir de su obsesión heredada de una novela de F. S. Fitzgerald, construye un escenario enorme en el que dar vueltas a la idea del sentido que pueda tener la escritura?
   Rodrigo Fresán a.k.a. El Niño a.k.a. El Chico a.k.a. El hombre solo a.k.a. Tom Vader a.k.a. El Escritor. El Escritor, esa "persona imaginaria".
   Rodrigo Fresán obsesionado con A Day in the Life, Wish You Were Here, Big Sky, La otra realidad...
   Rodrigo Fresán citándose a sí mismo cuando El Escritor piensa en sus otros libros, que en realidad son Historia argentina, La velocidad de las cosas, Vidas de santos o Mantra.
   Y muchas otras enumeraciones que él mismo escribiría pero que no caben en este blog porque ya basta de imitar su estilo.
   El estilo de siempre, sea dicho, digresivo hasta llegar al trance, repetitivo a la manera de las canciones de rock progresivo, retomando motivos y notas en medio de solos de guitarra interminables, embaucador e hipnótico, abusivo y repleto (de listas, enumeraciones, referencias), agotador en fin. Pero esta vez en medio de la angustia de sospechar que el final (de la Lectura y la Escritura Entendidas Como Tales y de todo lo demás) está cada vez más cerca como, en realidad, todos sabemos. La misma angustia de Roberto Bolaño apurando horas de vida para terminar 2666. ¿Valió la pena?
  Volviendo al principio, ¿cuánto Alberto Olmos hay en ese Sebastian de Alabanza, que comienza yéndose del pueblo a la ciudad, publicando en una editorial bienintencionada y desastrosa y llegando finalmente al sello del Editor del país por antonomasia?
   Exacto. La ficción es el sitio donde eso no importa porque la parte inventada siempre es mejor, tiene sentido. La literatura seguirá existiendo en ese filo siempre, dando cuenta de pasados recreados, presentes figurados y futuros presentidos.
   Coming soon. Atentos a sus pantallas.

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