jueves, 20 de julio de 2017

Generaciones más o menos perdidas

¡Si pudiera uno echar la culpa 
de todo al capitalismo!
John Dos Passos

1

   Antonio Orejudo parece un tipo bastante juguetón. Como escritor, quiero decir, que no lo conozco en persona. Aprovecha sus relatos para hacer referencias a personajes y situaciones reales, confundir un poco a los lectores y, en medio de ese toque divertido, poder darte con el mazo cuando estás mirando a otro lado. Ya ocurría, desde luego, en Fabulosas narraciones por historias, donde se mezclaba el mundo de los artistas de los años veinte con turbias e hilarantes historias de amor y rivalidad, Juan Ramón Jiménez y Ortega incluidos.
   En su última novela, Los cinco y yo, ese juego llega hasta el propio nombre y personalidad del narrador, Toni, los de algún compañero de colegio o de facultad (Eduardo Becerra y Rafael Reig) y la carrera de la escritora de literatura juvenil Enid Blyton. No le faltan razones ni al título ni a la atención prestada a esos libros para adolescentes. Realmente las historias de Los cinco fueron un éxito monumental, bestseller juvenil desde los sesenta. Un éxito, además, que, como asegura el narrador, fue "el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores nunca experimentaron antes" (p. 23), una marca generacional como podría considerarse La bola de cristal para los críos de los ochenta. Hasta yo, que soy más de esta y de El barco de vapor, leía los ejemplares viejos de mi padre y mi tía y recuerdo perfectamente el estante de la biblioteca municipal con toda la colección completa, algo raída y manoseada. Los leía sobre todo en el pueblo y en verano, un ambiente que encajaba muy bien con aquellas aventuras de secretos, misterios y tesoros escondidos donde nunca pasaba nada grave. Un ambiente ideal, salvo porque el río Cega difícilmente reemplazaba a la costa británica.

2

   Los cinco son trascendentales en el relato porque despiertan la vocación del narrador, lo absorben en la lectura y lo condenan a estudiar filología ya en los ochenta (no sin antes pasar por la mecanografía, qué recuerdos...):
Saber escribir a máquina con los diez dedos a la velocidad del pensamiento sin la distracción del teclado me resultó muy útil cuando empecé a dedicarme a la literatura, la vía que nos quedaba a quienes  no teníamos dinero ni energía para levantar un cortometraje en Súper 8 ni talento para tocar un instrumento musical (p. 111).
   Ese Toni que quiere ser escritor de manera algo precaria se alía con Reig (el compañero de facultad "real" de Orejudo) para perpetrar todo tipo de artefactos literarios, incluida una revista a la que llaman Cinco. Vaya por dios. Ahí vuelcan los sueños y veleidades literarias de toda esa generación, que llega tarde a todas partes, sueños que, sin embargo, no se cumplen. De tal forma que, en una reunión de antiguos compañeros:
Había en el aire una sensación de frustración. Incluso los más afortunados nos sentíamos defraudados por nuestra propia vida, por la diferencia entre lo que un día habíamos esperado de nosotros mismos y lo que finalmente habíamos resultado ser (p. 100).
   Porque no es que les haya ido especialmente mal, sobre todo a Toni desde que aprendió algunos trucos sobre inversiones en bolsa (risas). Pero algo falla. Toni se convierte en un profesor sin ilusión ninguna y otros pasan a la empresa privada, con trabajos moralmente sospechosos y ninguna posibilidad de salirse del tiesto. En varios momentos de la narración, el propio Toni reconoce su falta de voluntad (o de pericia) con afirmaciones repetidas como esta: "pensé escribir algo incendiario sobre esto, pero al final no lo vi claro y lo dejé" (p. 98).
   En medio de esa mediocridad destaca, sin embargo, el repentino éxito de Reig, el que consigue por fin el mayor prestigio literario, petarlo justo después de una cura milagrosa de su principio de Alzheimer, tal vez el momento más divertido de toda la novela. También es absolutamente delirante el congreso de especialistas de Los cinco y su correspondiente Fundación sin ánimo de lucro, así como el paródico Fiveday, al que Toni también acude. Y de congresos delirantes sabe bastante César Aira, con el que Orejudo no deja de coincidir en algunos aspectos.

3

   Con el libro de Reig, mencionado desde el principio del relato pero glosado extensamente en su segunda mitad, Orejudo recurre a un pequeño bucle cervantino: los personajes de Blyton saltan al libro exitoso de Reig, titulado After Five, y, de ahí, a la narración de Toni, que nos resume su contenido alegremente en este relato que es el último libro que acaba de escribir y que está haciendo especialmente para nosotros. Toma ya.
   Pero, aparte de jugar con esa historia "real" de la vida del autor y sus compañeros o de recordarnos aquellas tardes de lectura veraniega en plan vintage, la facultad, el barrio o la EGB ¿tiene algún sentido el relato?
   Es cierto que al acabar la novela uno tiene la sensación de que se ha divertido mucho, incluso de que se ha reído de verdad, lo que, hablando de un libro, ya es mucho decir. Pero, también, la de que en el fondo es una historia triste. ¿Por qué?
   Consecuencias de la ironía, tal vez. La ironía con que uno mismo se ve en el espejo, la única salida para esquivar la humillación y frenar al borde del desencanto. Inteligentemente, Orejudo nos ofrece no solo una imagen risible y exagerada de sí mismo y de sus compañeros, sino que, al parafrasear el supuesto libro de Reig, incorpora las historias desgraciadas y algo ridículas de sus héroes de la infancia: Dick, Julián, Jorge, Ana y el perro Tim pasan por frustraciones aún peores, desde combatir en las Malvinas a engancharse a la heroína o comprobar que su boyante empresa sostenible es una farmacéutica que no respeta ni sus propias normas.

4

   El propio Orejudo habló en las entrevistas en las que presentó este libro de que la suya es, en cierto modo, una generación insignificante, pues no se ha atrevido a discutir a sus mayores, ha sido cobarde y complaciente, y cuando todo ha saltado por los aires la han pillado fuera de juego. Puede que algo parecido rondara la mente de Gertrude Stein cuando llamó precisamente "generación perdida" a ese grupo bastante heterogéneo de escritores estadounidenses que pasó por su casa de París para convencerla de que eran genios incipientes mientras saltaban de tertulia en tertulia y de fiesta en fiesta.
   Eso de estar perdido puede que se refiera simplemente a una sensación de decadencia, una falta de esperanza o ambas a la vez. Algo que no es difícil imaginar en unos años veinte, los de Hemingway, Fitzgerald, Dos Passos, etc., mucho más cerca de los "salvajes" o "violentos" del título de la película de Cagney que de los felices o locos que tantas veces se han citado. Valga de ejemplo para esta visión tan amable y ligera la película Midnight in Paris, de Woody Allen. Comparadla con la de Walsh, Cagney y Bogart. Mientras, las obras publicadas, tanto en Europa (Roth, Walser, Pessoa, Joyce) como en América redundan en la idea de una época bastante incierta, violenta y hasta cruel.
   De hecho, la casualidad y el trabajo me han llevado últimamente tanto a El gran Gatsby, de Fitzgerald, como a Manhattan Transfer, de Dos Passos, y a Especulación, de Thomas Wolfe, y la verdad es que de ellas no se puede extraer ninguna visión positiva sobre aquellos años. Las dos primeras, publicadas en 1925, anticipan el desastre del 29 desde dos puntos opuestos: la alta sociedad de Long Island y los obreros y gente corriente de Manhattan (estibadores, camareros, periodistas, actrices, abogaduchos, repartidores...)
   Ambas novelas, tan diferentes en su estilo y estructura, coinciden en su significado: la prosperidad es tramposa, pues solo gana el oportunista y quien contraviene la ley y la moral; y la felicidad, inalcanzable.
   Especulación, publicada en 1934, ratifica, a posteriori, cómo funciona la ambición incluso en un lugar apartado y sin importancia. El protagonista vuelve allí después de veinticinco años y sin el aura del triunfo que su puesto de profesor nunca infundirá a los habitantes de su pueblo natal. Allí todo el mundo parece haberse vuelto loco, invirtiendo cifras asombrosas de dólares en levantar calles y edificios con las supuestas ganancias de la venta de una finca aún no cobrada que, a su vez, el comprador ya había vendido por un 50% más. Ya sabemos cómo acabó aquello:
Corría ya el mes de julio de 1929, el año fatal que trajo la ruina a millones de personas en todo el país. Pero aún entonces estaban ebrios de triunfos imaginarios, lanzando gritos y empujones entre el tumulto polvoriento de la batalla, sufriendo la derrota justo donde creían que el triunfo sería aún más grandioso, al punto que el panorama desolador y yermo de su ruina no aparecería con claridad ante ellos hasta varios años más tarde.

y 5

    John, el protagonista, se irá de ese pueblo que ahora está irreconocible y que terminará desfigurado por la burbuja que absorbe todo (menos el cementerio). Manhattan Transfer termina con la partida de un barco, Jimmy Herf en la orilla de Nueva Jersey con tres centavos en el bolsillo y haciendo autostop. Nick Carraway vuelve al Medio Oeste tras el entierro de Gatsby huyendo de la mezquindad, impresionado por la envidia y la corrupción.
   La ilusión de los habitantes de Boom Town o de Manhattan,  las aspiraciones de unos jóvenes escritores en la España de la transición e incluso las ambiciones de unos adolescentes privilegiados de la Inglaterra de posguerra se fueron al garete. Y si ni siquiera los personajes de ficción cumplen sus sueños, ¿qué futuro podemos esperar? ¿Escapar, disimular, consentir, huir, vagar?
   Miramos a los demás a través de nuestro propio espejo y este nos devuelve imágenes que no nos gustan: la nuestra, la de nuestros contemporáneos. ¿Será entonces que cada generación tiene ese mismo sentimiento de impotencia? ¿Y qué pasa con la nuestra?
   Dice Orejudo que es inútil mirar al pasado con nostalgia. Tiene razón. No debemos ser indulgentes con nuestros propios errores. No debemos mitificar nuestro pasado, ni siquiera a aquellos personajes que nos maravillaron. Si no, corremos el riesgo de acabar sin hacer nada, de quedar sin respuesta ante futuras y pasadas debacles. Hay que mirarse en el espejo. Por mucho que duela. Que no nos quede la sensación de que, como las de los Cinco, las nuestras hayan sido unas vidas perdidas. A pesar de aquellos veranos felices.


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