viernes, 13 de abril de 2018

El atrevimiento de la ignorancia

La verdad y la razón son patrimonio de todos.
Michel de Montaigne
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   Hace unos meses, las citas de un ensayo que compartía en la red un antiguo colega llamaron mi atención. Redundaban en la pérdida de los valores de la educación y sobre su cambio de papel en el mundo dominado por la política neoliberal. Casi corrí a buscarlo. Intuía que el tiempo que le dedicara me serviría para tomar distancia o aliento y repensar algunas cuestiones a las que nunca damos el espacio suficiente, pues la enseñanza es una profesión que deja poco margen al reposo. Quien da clases en secundaria lo sabe.
  La lectura, finalmente, ha resultado más que provechosa, casi diría inspiradora, aunque el adjetivo me chirríe un poco. El ensayo se titula, algo provocativamente, Escuela o barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Plantea precisamente las preguntas que aún no había llegado a formularme sobre ciertos temas, como la innovación, y confirma mis sospechas en cuanto a otros, como la legislación educativa o el papel de la pedagogía. Su intención no es otra que nosotros, los docentes, paremos esta maquinaria enloquecida en la que se ha convertido la enseñanza y recuperemos los principios que nos devuelvan la dignidad y nuestro verdadero papel. Casi nada.
   Lógicamente, esto supone atar dos cabos, dos puntos de partida opuestos: por un lado, la situación actual de la educación y los cambios legislativos que la dirigen; por otro, rescatar una visión radical de su función, recordar su esencia y sus principios. El camino entre ambos extremos es extenso y cruza multitud de temas, pero intentaré dar cuenta de las conclusiones más certeras y útiles para cualquier profesor de a pie como yo.
   En primer lugar, un análisis medianamente riguroso de los cambios legislativos nacionales y los marcos educativos supranacionales revela un panorama descorazonador que hace un momento se ha agravado al desestimar el recurso de inconstitucionalidad contra la LOMCE. Pero, claro, dirán los jueces, si es que esta ley no supone apenas una diferencia con lo que ocurría antes. La nueva ley (2013) es constitucional porque, lisa y llanamente, lo mismo ya lo había permitido el partido denunciante, el PSOE, en la LOE y, en parte también, en la LOGSE. Para quien esté poco acostumbrado a estas siglas, lo intentaré sintetizar. Todas las modificaciones de la ley educativa de los últimos veinticinco años (cuatro, una de ellas no llegó a entrar en vigor) se han centrado en un solo propósito: adaptar la educación en España a los planes neoliberales de la UNESCO y, sobre todo, la OCDE, entidades supranacionales financiadas por los estados que exportan una concepción mercantilista de la cultura y la educación, un auténtico lobby que lleva décadas presionando para cambiar la tradición de la educación pública europea y liberalizarla como actividad económica que genere beneficios a los estados, sobre todo los que "importan" alumnos a sus universidades. Así,
los fines que se asignan al sistema educativo se limitan a sus funciones económicas: formación de la mano de obra para optimizar la productividad entendiendo el desarrollo de la personalidad en términos de "capital humano" (pág. 83).
   Esa idea de que el "servicio" educativo, concebido como empresa, tiene la función de acreditar competencias alcanzadas por el estudiante para su introducción en el mundo laboral es claramente perniciosa y atenta, como veremos, contra el principio más sagrado de la educación pública. Varios escándalos actuales lo atestiguan. Los comentaré al final.
   Cualquiera que lea el preámbulo de la LOMCE, por ejemplo, deberá contener su desesperanza como pueda. La ley (lo declara manifiestamente, en esto no engañó a nadie) solo pretende desarrollar
un sistema capaz de encauzar a los estudiantes hacia las trayectorias más adecuadas a sus capacidades, de forma que puedan hacer realidad sus aspiraciones y se conviertan en rutas que faciliten la empleabilidad y estimulen el espíritu emprendedor a través de la posibilidad, para el alumnado y sus padres, madres o tutores legales, de elegir las mejores opciones de desarrollo personal y profesional (el subrayado es mío).
   Y ya. Lo mismo que puede hacer una ETT. O un curso del INEM. ¿Es esto lo que esperamos de un sistema educativo: formar empleados y falsos autónomos? ¿Se puede hacer un mayor elogio de la ignorancia? Pues a todo esto los profesores apenas nos opusimos, todo sea dicho. Unos días de huelga y ya si eso, aunque hubo algunas resistencias meritorias que contribuyeron a desactivar, entre otros, los propios sindicatos mayoritarios. Pero, claro, el caballo de Troya había entrado hace tiempo por la puerta del patio. ¿Quién iba a darse cuenta?

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   El profesorado, de hecho, se ha quejado con frecuencia del empeoramiento de las condiciones de trabajo y de los cambios en la estructura de las programaciones didácticas y en la evaluación. Pero ¿hemos visto venir al toro? En ocasiones nuestra perspectiva es muy corta y está enredada en actividades inmediatas, en problemas cotidianos de convivencia y pormenores de evaluación, asistencia, tutoría... Esa es, creo yo, la causa de que no se estén percibiendo la gravedad y la amplitud de este cambio metodológico, pedagógico y, en fin, ideológico de la educación a la que nos dedicamos.
   No creo que la mayoría de mis compañeros esté de acuerdo con la introducción de la evaluación por competencias y de contenidos vacíos, que no aportan nada a las asignaturas y que hacen crecer el currículo hasta la extenuación y la ridiculez. Para que alguien se haga una idea, los docentes llevamos ocho o nueve años evaluando a final de curso con dos criterios completamente distintos: las competencias clave y los criterios de evaluación, aunque legalmente solo la segunda aparezca en el boletín y haga media (¡¿?!). Y el siguiente paso va a consistir en la evaluación detallada de cada criterio implantado en el currículo que forme parte de cada unidad didáctica, repitiendo este proceso por alumno, tema y trimestre sobre (en el caso de Lengua castellana y Literatura) más de 35 ítems por curso. Y no me quejo de que esto lleve mucho tiempo (cotizamos 37 horas y media como cualquier funcionario), sino porque:
  • Le va a quitar tiempo a tareas mucho más trascendentales y productivas (corrección, orientación, investigación, búsqueda de materiales, elaboración de recursos propios...)
  • Limita hasta un nivel kafkiano la libertad de cátedra.
  • Es un método estúpido.
  • No va a mejorar el nivel académico de los estudiantes (salvo, como siempre, en los entornos privilegiados, protegidos por los conciertos educativos).
  • Va a disfrazar ese bajo nivel académico propiciando mejores resultados globales y mayor porcentaje de promoción de curso y titulación gracias a la sobrevaloración de criterios de evaluación sin trascendencia alguna en el aprendizaje.
  • Limitará las críticas, el razonamiento y el interés por saber.
   Sin embargo, alguien ya pensó por nosotros que debemos hacerlo así porque es mejor y punto. Nos hemos convertido en buena parte en funcionarios atemorizados y resignados, presionados por la nueva consideración de las bajas laborales y atosigados por un montón de tareas administrativas de obligado cumplimiento cuya funcionalidad nunca se nos consultó. Por lo tanto, debemos parar, respirar y pensar: ¿qué sentido tiene todo esto?

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   Es así que, bajo estos auspicios, se han visto pervertidos los principios de la educación, sobre todo los de la educación pública. Los autores del ensayo, profesores de filosofía, lo saben bien. Los tres realizan una justa reivindicación del papel de la filosofía en la historia de la educación y en la creación de la educación pública, una de las mayores conquistas de la modernidad. Todos debemos reconocer cuánto debemos a los filósofos en este sentido, desde Sócrates a Kant. No hay mejor táctica que la radicalidad para volver al punto de partida y eso plantean Carlos, Olga y Enrique cuando recurren al espíritu de la Ilustración
   El tremendo esfuerzo de los filósofos ilustrados, menospreciado con frecuencia, no solo permitió establecer las bases de la igualdad jurídica de los ciudadanos, sino que propuso algo igual de revolucionario, si no más: entender que la libertad solo podría alcanzarse por medio de la educación. Y una vez garantizada la emancipación de quien fuera a la escuela, el siguiente paso sería hacer llegar esa escuela a todos y cada uno de los futuros ciudadanos, convertir su educación en un derecho, garantizar su universalidad. Por eso la educación básica debe ser siempre pública, obligatoria y autónoma. Por eso el profesorado debe ser funcionario, intocable por el poder, independiente como la judicatura, capaz de ejercer responsablemente su libertad de cátedra. Aunque parezcan tópicos, son estos principios los que permitieron que la ciencia llegara hasta aquí, más lejos que nunca.
   Escuela o barbarie contiene, en este sentido, un reproche importante a los agentes políticos de izquierda, que han asimilado desde mediados del siglo XX la idea de escuela a la de un aparato ideológico del estado y, por tanto, una institución puramente represiva. El papel de la escuela es, sin embargo, el contrario. Solo un pueblo ilustrado puede superar los mitos, las supersticiones, la ignorancia, en fin; solo una escuela pública puede garantizar la emancipación de los ciudadanos por medio del razonamiento y la ciencia (capítulo II).
   El alcance de este logro es incomparable, pero en las últimas décadas nos hemos alejado bastante del espíritu que lo propició. ¿Por qué? Nada más simple: el poder no se siente seguro con ciudadanos realmente libres, con acceso al bien más revolucionario, el conocimiento. Así, la tendencia de este tiempo en que nos ha tocado primero estudiar y después ejercer es la de despreciar la sabiduría y encumbrar la ignorancia. Por eso la OCDE concibe a los alumnos como futuros emprendedores o trabajadores que deben adaptarse a las circunstancias, no como ciudadanos libres que pueden aprender a razonar sobre el mundo.

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   La escuela, por supuesto, cambia con los años y se sirve de las nuevas tecnologías, faltaría más. Aquí no se trata de discutir si es mejor el tren a vapor que el AVE, la plumilla o el ordenador. Pero la legislación actual impone metodologías cuyo propósito no es aprender, acceder al conocimiento, algo que, de hecho, puede realizarse de múltiples formas, dependiendo de las circunstancias, de la naturaleza de las materias o de las virtudes del profesorado y del alumnado. Se proponen, por el contrario, técnicas que adaptan estas materias a los intereses de la sociedad (y las empresas) en una "perversión de lo que significa aprender" (pág. 197), porque
el aprendizaje no tiene sentido en sí mismo en esta dinámica de trabajo: lo tiene en función de lo que se adapte a un reto concreto con interés social: no es el conocimiento de una materia ni la reflexión crítica de sus contenidos (pág. 198, el subrayado es mío).
   En definitiva, no se entiende la propia curiosidad por saber como un fin en sí mismo, lo que, además de pernicioso y retrógrado, desviste al profesorado de su única autoridad posible: la del conocimiento, la de su especialidad, algo imprescindible de la etapa secundaria en adelante. Se entiende como "metodología definitiva" el Aprendizaje Basado en Proyectos (ABP), un concepto que los autores asocian a teorías educativas de hace un siglo y que abunda en
los tópicos y dogmas del pragmatismo: la ludificación y la infantilización asociadas a una falsa libertad donde lo emocional prevalece sobre lo racional (pág. 209).
   Los profesores, según esta visión, tenemos un papel de meros motivadores dedicados al coaching, basándonos en teorías absurdas como la inteligencia emocional y el pensamiento positivo, necesarias, eso sí, para que las generaciones futuras se adapten perfectamente al entorno neoliberal de la empresa, donde el individuo está supeditado al beneficio y debe aprender a ser feliz sin reclamar sus derechos. Un papel muy moderno, a la vista está, pero irresponsable y éticamente insostenible.

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   Para que este cambio nefasto tenga sentido el terreno se ha ido abonando durante los últimos años con una campaña de desprestigio de la escuela y, en particular, de la escuela pública. Con este propósito ha diseñado la OCDE las pruebas que dan lugar a la clasificación torticera y malintencionada de las evaluaciones del informe PISA, inútiles tanto para el diagnóstico de las dificultades como para la evaluación de los estudiantes. Sin embargo, invaden las noticias de unos medios de comunicación corresponsables en la pérdida de valor de la educación ilustrada y sus profesionales, sobre todo si son funcionarios. El ataque a la función pública está siendo, de hecho, demoledor en todos los ámbitos, fomentando la liberalización y la privatización de los bienes comunes a todos. No obstante, no hay mayor garantía de la solvencia e independencia de un profesional y, por supuesto, de un profesor o un maestro, que el hecho de que sea propietario de su puesto de trabajo, con toda la responsabilidad que ello implica y todas las mejoras que se puedan establecer en los métodos de acceso o en su desempeño laboral.
   Se tiende, sin embargo, a justificar y hasta elogiar los conciertos educativos, que contratan a dedo, seleccionan alumnado e imponen ideología con la connivencia de la supuesta "clase media", es decir, aquellos sectores sociales que hipócritamente no quieren mezclarse con los excluidos ni permitir que funcionarios con libertad e independencia pongan en cuestión su propia ideología. A esta contradicción alude Alberto Olmos en su artículo de esta semana. Recordemos: esta sociedad aún conserva el tremendo valor de que la educación de todos los niños se pague con el dinero de todos, seamos padres o no. No hay mayor gesto de fraternidad, a no ser que, en el declive del aprecio por lo que nos es común, lo desvirtuemos.
   De la misma manera que los conciertos, que en algunos lugares ya absorben a más de la mitad del alumnado, se justifican atrocidades como la idea de impartir materias en una lengua que no es la materna, como si la comprensión, el aprendizaje y los contenidos de una asignatura no se vieran afectados y, lógicamente, degradados. En los programas bilingües se ha impuesto, con una lógica absurda, la idea descabellada de que se puede aprender Geografía, Historia, Biología, Música, Matemáticas e incluso Filosofía en inglés en lugar de aprender inglés. ¿Por qué están teniendo éxito semejantes barbaridades? Pues porque sirven para segregar al alumnado según su procedencia socioeconómica dentro de un mismo centro. ¿Puede haber mayor inconsciencia e insolidaridad?
   Los autores de este ensayo no paran de recordarnos que no hay nada más revolucionario que una escuela pública obligatoria, financiada por todos e impartida por funcionarios elegidos por sus propios conocimientos, responsables con su función e independientes de la ideología que agentes externos quieran imponer. Tal vez una utopía de la que no estuvimos tan lejos.

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   Pero Escuela o barbarie encuentra muy buenos ejemplos de la deriva neoliberal y antiilustrada de la educación también en la universidad, que fue pionera en esta visión privatizadora y liberalizadora desde que en torno al cambio de siglo se gestaron las transformaciones que después fructificaron en el plan Bolonia. Aunque, por supuesto, también ha generado un movimiento de resistencia que, en su tiempo, fue también despreciado y ninguneado por los medios de comunicación mayoritarios y por los políticos progresistas, rendidos a la magia de la palabrería del mundo empresarial y las directrices del BM, la OMC, la OCDE, etc.
   La universidad, desde entonces, no solo ha perdido la autoridad del conocimiento, sino que se ha convertido en un mero mecanismo de acreditaciones con fines económicos y empresariales. Las titulaciones, en efecto, no dependen ya solo del rigor científico (puede impartirse hasta homeopatía) sino de la posibilidad de colocación que ofrecen a los estudiantes. La consecuencia en un sistema económico como el español, bien definido como capitalismo de amiguetes, es la vinculación necesaria entre títulos, instituciones privadas, empresas, prácticas, becas y empleo, fomentando el servilismo de los pobres estudiantes, obligados por la estructura del mercado de trabajo a obtener un título de especialización, los másteres dichosos que antes servían para acceder a la tesis doctoral en una trayectoria meramente científica o académica y que, por lo tanto, no absorbían intereses espurios. Obvia decir que uno de los másteres más populares es el de formación del profesorado, que sustituyó al CAP, en cualquier caso la etapa formativa más inútil de mi vida y de una buena parte de los docentes actuales. Hecha la ley, hecha la trampa.
  Los movimientos estudiantiles consiguieron, con todo en contra, que al menos las titulaciones de grado duraran cuatro años en lugar de tres, lo que habría encarecido muchísimo su formación. De todas formas, aun con la estructura del 4+1, la educación superior ha dado todo un vuelco. Cuando yo me licencié en el 2000 la matrícula de licenciatura (grado) costaba menos de la mitad, las universidades privadas eran anecdóticas y hasta los alumnos y profesores de la pública las menospreciábamos, los convenios con las empresas eran raros y unos pocos profesores, asociados. Actualmente las universidades, sin recursos públicos, no han parado de subir tasas y sí de ofertar plazas de oposición; contratan en precario, delegan funciones en instituciones académicas privadas, firman convenios con empresas interesadas en ahorrar costes de investigación y dirigen sus estudios y titulaciones según los vaivenes del mercado. Creo que no hace falta decir cómo en este periodo han prosperado las universidades privadas y se ha desatado la fiebre de los másteres.
   Y todo esto ¿habrá sido para mejorar su nivel académico y científico? Los escándalos que han saltado a las noticias en las últimas semanas evidencian que no, que el propósito no ha sido ni académico ni científico. El caso de Cristina Cifuentes es paradigmático por varios aspectos: primero, porque revela que la estructura de los estudios superiores actuales está encaminada a acreditar competencias en virtud de su empleabilidad; segundo, porque demuestra cómo las universidades, incluso las públicas, crean estudios ad hoc, de manera oportunista; tercero, porque visibiliza las relaciones de la universidad con el poder político, su sonrojante falta de autonomía, financiación e independencia; cuarto, porque exhibe el cinismo de esa casta que lleva mucho tiempo aprovechándose del dinero público en su beneficio; quinto, porque evidencia la segregación y la desigualdad de oportunidades entre estudiantes según su procedencia y relaciones sociales; y sexto y, por si fuera poco, aún más alarmante, porque supone una sublimación de la ignorancia, la mayor enemiga de la educación, un desprecio absoluto por el esfuerzo y la dedicación al estudio y la ciencia, que tanto progreso han procurado a la humanidad, cuya evolución en todos los campos es indiscutible. ¿Puede imaginarse un panorama más desolador?

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   Así que no se trata ahora de revisar currículums sino de recuperar principios e ideas que deberían estar por encima de cualquier consideración economicista. Que la escuela está perdiendo frente a la barbarie debido a la estrategia de largo recorrido que el neoliberalismo se vio en situación de implantar en el último cuarto del siglo XX y, sobre todo, en el XXI, es la tesis de este espléndido ensayo, que ha recibido elogios inesperados, incluso de Juan Manuel de Prada en la revista nacional de mayor tirada. Ojalá alguien le haya hecho caso, pero no creo que a sus autores les preocupe tanto la repercusión de su propia obra sino la concienciación sobre los problemas a los que los docentes nos estamos enfrentando y su dimensión ideológica, que hemos obviado con demasiada facilidad.
   Pero ¿a qué barbarie nos enfrentamos? Cuando los autores del ensayo retoman los principios ilustrados y el propósito de la filosofía nos desvelan su contrario: verdad, justicia, belleza. Ahora que los ignorantes exhiben sin pudor su atrevimiento y se permiten dar lecciones desde su puesto de poder, recordemos: hemos llegado a ser lo que somos gracias al pensamiento, la razón, la curiosidad y la ciencia; hemos alcanzado cotas impensables de libertad sobre la religión, la superstición, la clase social o la ideología gracias a ellas. No perdamos el norte.

Blackboard, de Winslow Homer, 1877,

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